Por: Sarko Medina Hinojosa
Cordillera de Palabras… Hoy el mundo dejó de funcionar por unas horas. ChatGPT, X, League of Legends, Canva, cientos de servicios colapsaron porque una empresa llamada Cloudflare tuvo un mal día. Millones de personas se toparon con un mensaje críptico y se quedaron mirando la pantalla sin saber qué hacer. Y lo más perturbador no es que haya pasado. Es que ya nadie se sorprende.
Vivimos en una distopía. Pero no es la distopía oscura de Blade Runner con lluvia ácida. No es el totalitarismo brutal de 1984. Es algo mucho más peligroso porque es invisible, cómodo, hasta placentero. Es la distopía de Un Mundo Feliz de Huxley, donde el control no se ejerce con violencia sino con comodidad, donde no nos oprimen sino que nos seducen.
Se cayó una sola empresa y medio internet dejó de funcionar. Cloudflare actúa como el guardaespaldas invisible de internet, filtrando quién entra y quién no a millones de páginas web.
Cuando falla, nos damos cuenta de algo aterrador: nuestra vida digital depende de puñados de corporaciones que pueden colapsar por un error de mantenimiento rutinario.
Y lo aceptamos con una pasividad que da miedo.
Los usuarios reaccionaron con memes, con quejas, con impaciencia. Pero nadie se alarmó de verdad. Nadie cuestionó la fragilidad criminal de un sistema donde todo depende de que unos servidores no se equivoquen al actualizarse.

La distopía del entretenimiento y la comodidad
Esto es exactamente lo que Huxley imaginó: un mundo donde la gente está tan ebria por el entretenimiento que ni siquiera nota las cadenas. En Un Mundo Feliz no hay dictadores, hay soma. Nosotros tenemos Netflix, TikTok, notificaciones constantes. No necesitan censurarnos porque estamos demasiado ocupados consumiendo contenido, si se cae una red tenemos otras y otras para seguir enganchados.
La pandemia nos aceleró brutalmente hacia este mundo. Nos obligó a digitalizar todo. Y cuando pudimos salir, descubrimos que ya no queríamos. Era más cómodo quedarse en casa, pedir todo por apps, trabajar en pijama.
Y las corporaciones tecnológicas lo supieron aprovechar perfectamente. Aún ahora, yendo a trabajar de saco y corbata o con overol, o de civil detrás de un mostrador, incluso al volante de una unidad, estamos conectados, sin poder despegar la vista de la pantallita de 16:9 (es la relación vertical de la mayoría de presentaciones visuales, y les diría googleenlo, pero justo el artículo se trata de reducir eso)..
Continuemos, ahora empresas privadas controlan infraestructuras críticas y nadie lo ve como problema. Cloudflare decide quién accede a qué. Google sabe más de ti que tu familia.
Amazon controla la nube donde están servicios gubernamentales. Facebook tiene más datos sobre comportamiento humano que cualquier gobierno en la historia. Y cuando alguna falla, nos quedamos paralizados.
Lo peor es que esta noticia pasará desapercibida. Si no te afectó directamente, te resbala. Es parte del mecanismo de defensa que hemos desarrollado: si no me afecta a mí, ahora, no es real.
Y si alguien alerta, activamos el otro mecanismo: «es falso», «exageras», “Fake”. Si alguien muere en un video, en una moto, atropellado por un bus, nadie lo notará; ni que 37 murieran por un conductor presuntamente ebrio, porque ya la noticia pasó, ya puse mi “me entristece”, ya compartí, a otra cosa mariposa.
Nos hemos vuelto inmunes a las alarmas. Durante la pandemia nos bombardearon con tanta información contradictoria que ahora cuando pasa algo grave ya no sabemos reaccionar. Nos acostumbramos a que «siempre hay algún problema con internet». Y en esa normalización está el peligro. Lo mismo con las noticias sobre la violencia.
Porque esto va a seguir pasando. Las fallas de seguridad, los colapsos van a ser cada vez más frecuentes: hemos construido un sistema increíblemente complejo, centralizado y frágil. Lo de hoy fue un error de mantenimiento. Algo tan mundano fue suficiente para tumbar servicios globales por horas. ¿Se imaginan un ataque coordinado? ¿Una guerra cibernética de verdad?.
En Un Mundo Feliz, John el Salvaje les grita a los ciudadanos dopados: «¡Yo no quiero comodidad, quiero libertad!». Le responden que está pidiendo el derecho a ser infeliz. Nosotros también hemos elegido la comodidad sobre la libertad. Hemos entregado nuestra privacidad, nuestra autonomía, a cambio de apps que nos lo resuelven todo.
La distopía ya llegó. No llegó con botas militares. Llegó con interfaces amigables, con notificaciones adictivas, con servicios gratuitos que pagamos con nuestros datos, o peor, con dinero real, aumentando el gasto diario. Y lo aceptamos. Lo celebramos. Lo defendemos.
Millones no pudieron trabajar, estudiar, entretenerse porque una empresa tuvo un problema técnico. Para cuando leeas esto ya casi nadie lo recordará. Mañana pasará algo similar. Y seguiremos sin alarmarnos, narcotizados por la comodidad hasta que un día el colapso sea tan grande que ya no haya vuelta atrás.
Pero bueno, si esta columna te parece alarmista siempre puedes activar tu mecanismo de defensa: «es falso», «exagera», “Siempre criticón el señor Sarko”. Y seguir scrolleando. Que es exactamente lo que el sistema quiere que hagas. Bienvenidos a Un Mundo Feliz, versión 2025. La distopía más perfecta es aquella donde las víctimas no saben que lo son.



