Por: Sarko Medina Hinojosa
Cordillera de Palabras…Nuestras Fiestas Patrias… Cada 28 de julio, las banderas se agitan con orgullo en las calles del país mientras los desfiles militares marchan bajo el sol implacable. Pero detrás de las celebraciones oficiales y los discursos grandilocuentes de los inquilinos del poder, nuestra independencia esconde historias que pocas veces aparecen en los libros escolares.
Datos que revelan tanto la grandeza como las contradicciones de una nación que lucha por encontrar su rumbo desde hace más de 200 años. La primera sorpresa histórica es demoledora: después de esa famosa proclamación de San Martín en 1821, el Perú dejó de celebrar el 28 de julio durante seis años consecutivos. Entre 1822 y 1827, nadie conmemoró la fecha que hoy consideramos sagrada.
El historiador Percy Cayo Córdoba reveló que esto ocurrió porque Simón Bolívar, que controlaba el país tras la salida de San Martín, prefería celebrar las batallas de Junín y Ayacucho antes que recordar al libertador argentino. Bolívar incluso prohibió las festividades, llegando al extremo de detener personas el 28 de julio de 1825 por «conspirar contra el gobierno colombiano».
Más revelador aún es el dato que Lima tenía apenas 64 mil habitantes cuando se proclamó la independencia, y la ceremonia se realizó en cuatro plazas diferentes porque San Martín necesitaba que todos los limeños se enteraran de la noticia. No existían medios masivos, así que el libertador literalmente tuvo que recorrer la ciudad a pie para anunciar que éramos libres.
Otro secreto fascinante involucra a la primera presidenta del Perú, un cargo que oficialmente nunca existió pero que ejerció en la práctica una mujer extraordinaria. Francisca Zubiaga y Bernales, conocida como «La Mariscala», gobernó el país entre 1829 y 1833 mientras su esposo Agustín Gamarra se ocupaba de las campañas militares.
Zubiaga no solo tomaba decisiones políticas cruciales, sino que lideraba tropas vestida con un traje de terciopelo azul y espuelas de oro.
Llegó al extremo de destituir al vicepresidente Antonio Gutiérrez de la Fuente cuando este intentó rebelarse, enviando soldados a su casa y obligándolo a huir en ropa interior por el techo. Flora Tristán, la famosa escritora francesa, no dudó en llamarla «la expresidenta de la República» en su libro «Peregrinaciones de una paria».
Un dato económico brutal: cuando llegamos a la independencia, el país tenía más de 5,000 comunidades rurales, pero las 300 haciendas de la costa pertenecían exclusivamente a grandes familias.
Los esclavos se vendían como mercancía: en 1822, el precio de una criada era de 200 pesos, y solo en los valles de Bocanegra y Carabayllo vivían más de 700 esclavos. La desigualdad no era un problema por resolver, era la estructura misma del país.
Lima tenía 56 iglesias y conventos para apenas 64 mil habitantes, y el ruido de las campanas era tan constante que en 1822 el gobierno tuvo que emitir un decreto para regular los horarios de los repiques.

Pero quizás el dato más paradójico es que nuestra independencia fue, en gran medida, una imposición externa. La aristocracia limeña aceptó el proyecto libertador de San Martín solo porque estaba ocupada militarmente.
La firma del acta de independencia el 15 de julio y su posterior proclamación el 28 fueron, según varios historiadores, «simples formalidades«. La verdadera independencia llegó recién con la batalla de Ayacucho en 1824, tres años después.
Estos claroscuros nos muestran que nuestra historia nacional no es la épica lineal que nos enseñaron en el colegio. Es la historia de un país que nació fragmentado, con una elite que aceptó la independencia por conveniencia, con regiones que siguieron fieles a España, con líderes que se disputaban el poder mientras el pueblo permanecía marginado.
Fiestas Patrias… Esa es la patria que vale la pena celebrar
¿Significa esto que no hay motivos para celebrar? Todo lo contrario. El milagro del Perú no está en haber tenido una independencia perfecta, sino en haber sobrevivido a todos sus errores y contradicciones. En haber mantenido la esperanza a pesar de 200 años de gobiernos que prometían el cambio y entregaban más de lo mismo.
La verdadera grandeza de este país no reside en sus políticos ni en sus instituciones, que han demostrado una y otra vez su fragilidad.
Está en su gente: en el comerciante que se levanta a las cinco de la mañana para llevar comida a su mesa, en la maestra que educa con recursos propios porque el Estado no le alcanza, en el médico que atiende en postas rurales donde no llega ni el agua potable, en los jóvenes que sueñan con un país mejor y trabajan para construirlo desde sus trincheras.
Esa es la patria que vale la pena celebrar: no la de los discursos oficiales ni las promesas vacías, sino la del peruano que, pese a todo, no se rinde. Porque después de 200 años de independencia formal, la verdadera liberación del Perú sigue siendo una tarea pendiente que depende de nosotros, no de quienes nos gobiernan.