Por Sarko Medina Hinojosa
Cordillera de Palabras… En mayo pasado, cuando India y Pakistán se enfrentaron en la «Operación Sindoor» por cuatro días que mantuvieron al mundo al borde de una guerra nuclear, los ataques dejaron al menos 31 civiles muertos en Pakistán y 16 en India, incluidos niños que jugaban cuando los misiles cayeron sobre mezquitas y escuelas.
Mientras las redes sociales se llenaban de mensajes de odio entre nacionalistas de ambos países, una madre pakistaní lloró a su hijo de la misma manera que una madre india lloró al suyo. El dolor no entiende de fronteras.
En Gaza, más de 45,000 palestinos han muerto desde octubre de 2023, mientras que los ataques israelíes recientes contra Irán dejaron 224 muertos. En Ucrania, la guerra sigue siendo la más mortífera del mundo, acumulando víctimas que ya no caben en las estadísticas.
Son números que anestesian, pero detrás de cada cifra hay una historia, una familia destruida, un sueño truncado.
Los conflictos aumentaron 25% en todo el mundo en 2024, con una de cada ocho personas expuestas a la violencia y 223,000 muertos. Vivimos en un planeta donde 50 países tienen conflictos activos y donde las razones para matarnos se multiplican más rápido que las razones para convivir.
Es más fácil escoger un lado que entender la complejidad. Es más cómodo odiar al «enemigo» que reconocer su humanidad.
Cuando veo las imágenes de las protestas en Delhi contra Pakistán tras el ataque de Pahalgam, o las manifestaciones en Teherán contra Israel, encuentro el mismo patrón: multitudes pidiendo sangre como si la sangre fuera la solución a la sangre derramada.
No se trata de ser ingenuo ni de justificar lo injustificable. Los terroristas que mataron turistas en Cachemira merecen todo el peso de la ley. Los misiles que caen sobre civiles en Gaza, Ucrania o cualquier lugar son crímenes que deben ser juzgados.
Pero cuando celebramos la muerte de niños porque «son del bando contrario», cuando aplaudimos bombardeos porque «se lo merecen», perdemos algo esencial: nuestra humanidad.
Cordillera de Palabras… Mantener la empatía en tiempos de guerra
Durante los enfrentamientos entre India y Pakistán, fue necesaria la intervención estadounidense para lograr un alto al fuego. ¿Cuántas vidas se habrían salvado si la diplomacia hubiera actuado antes que las armas? ¿Cuántos niños seguirían vivos si los líderes hubieran recordado que al otro lado de la frontera viven seres humanos iguales a ellos?
Una madre ucraniana que busca a su hijo entre los escombros llora con la misma intensidad que una madre rusa.
Mantener la empatía en tiempos de guerra es un acto revolucionario. Negarse a deshumanizar al «enemigo» es preservar nuestra propia humanidad.
No significa justificar la violencia ni renunciar a la justicia. Significa recordar que detrás de cada conflicto hay personas que, como nosotros, quieren vivir en paz, proteger a sus familias y darles un futuro mejor a sus hijos.
Con 305 millones de personas necesitando ayuda humanitaria en 2025, el mundo enfrenta una crisis de compasión tanto como una crisis de violencia. Cada vez que escogemos la indiferencia, cada vez que celebramos la muerte del «otro», contribuimos a esa estadística.
La historia nos juzgará no solo por las guerras que detuvimos, sino por la humanidad que preservamos en medio del caos. En un mundo que se parte en bandos irreconciliables, la empatía no es debilidad; es el último refugio de nuestra humanidad o, acaso ¿La hemos perdido?